Alaska y Nacho Canut rompieron fronteras, mientras el escenario se llenó de dramas, glorias y amor sin etiquetas
Por: Armando Guadarrama
Por primera vez, Fangoria transformó el Palacio de los Deportes de Ciudad de México en un antro retro de luces neón y pulsos electrónicos, congregando a más de 11 mil fans para celebrar cinco décadas de viaje sonoro, diversidad y libertad escénica.
Nada en el ambiente sugería solemnidad. Afuera, la noche se desparramaba como una estola multicolor: abrigos de vinilo, plataformas imposibles, abanicos de neón y cuerpos preparados para sudar bajo los láseres. Adentro, el Palacio de los Deportes —acostumbrado a rugidos de rock y maratones deportivos— mutaba hasta ser irreconocible.
El 28 de noviembre de 2025, Fangoria debutó allí para convertirlo en una discoteca queer de los años 90; la pista ya hervía antes de que las primeras notas electro-pop vertieran su veneno suave sobre esa multitud.
María Daniela y su Sonido Lasser fueron las encargadas de calentar el ambiente, destellando consigo la nostalgia de la adolescencia y jalando al presente “Carita de ángel”, “Duri Duri”, “Soy el hit”. Sobre la tornamesa, Emilio Acevedo se movía como un hechicero del beat, mientras Zemmoa y Luisa Almaguer se turnaban para reavivar ese carnaval continuo que sólo existe donde la música es refugio.

Entre cada canción, una ovación: “Gracias, Fangoria, por la invitación”. Pero el cartel tenía su herida: jamás asomaron las prometidas Nancys Rubias, ausentes por demoras de agenda que el público lamentó.
El clima era de comunión: cuerpos desconocidos bailando como si compartieran un secreto desde siempre. Un muchacho agitaba su abanico azul; una pareja alternaba besos con tragos de michelada. El reloj marcó las 21:15 cuando Alaska y Nacho Canut irrumpieron en el escenario —ella, solar dentro de un palazzo dorado, hombreando la sombra de Lili Monster bajo luces rosadas, él fiel arquitecto del sintetizador— para trazar el viaje de la noche.
—¡Buenas noches, nosotros somos Fangoria! Gracias por estar aquí, algunos ya nos han visto, otros es su primera vez, algunos vinieron de lejos, otros son de aquí— dijo Alaska, y las primeras filas respondieron con la devoción de quien presencia un reencuentro largamente esperado.
La primera andanada —“Carne, huesos y tú”, “Momentismo absoluto”, “Mi burbuja vital”, “Espectacular”— halló a la multitud pidiendo más decibeles. Un grito brotó desde el centro:
—¡Que le suba!
Alaska, rápida, giró hacia el staff:
—¿Dicen que está bajito? ¿O será que ustedes cantan mucho?

La respuesta no se hizo esperar: once mil voces empujando juntas el volumen, como si palacio y público respiraran el mismo aire. “La gente bailaba como si no hubiera un mañana”.
El espectáculo se desplegó en dos actos, cada uno pensado como una inmersión en geografías sonoras: el pasado dorado y la pulsión oscura. Fangoria alternó sus propios clásicos con guiños devotos a la memoria colectiva: himnos de Alaska y Dinarama (“Cómo pudiste hacerme esto a mí”, “Perlas ensangrentadas”), reinterpretaciones de OBK, la nostalgia imposible de “Ni tú ni nadie”.
Las luces, las pantallas y los bailarines tejieron imágenes entre lo teatral y lo sideral: columnas inundadas, destellos que recordaban al Madrid punk de la movida, imágenes abstractas sacudiendo el espacio como si la arquitectura misma vibrara al compás del bajo.
A mitad del concierto, la escena se detuvo y surgió el interludio más inesperado: Tavi Gallart, saxofonista y cabaretera, emergió entre las luces para reclamar su lugar como huésped de honor. Danzó junto a Alaska en “Deseo Carnal”, clásico casi nunca ejecutado en vivo, pero su firma llegó después: solos que visitaron los territorios de Adele (“Rolling in the Deep”), Amy Winehouse (“Back to Black”), hasta llegar a su propia “La rara eres tú”. Antes de empezar, miró a la multitud:
—Esta pieza la compuse cuando cantaba en un bar por las noches. Quién diría que hoy estaría aquí, ante ustedes.

La ovación fue instantánea. “Quiero dedicársela a quienes alguna vez se sintieron diferentes”, dijo, y el palacio se llenó de una emoción contenida. Cada nota de su saxofón era un puente: entre lo íntimo y lo colectivo, entre el drama de la diferencia y la promesa de la comunidad.
El pulso de la fiesta no dio tregua. “Perlas ensangrentadas”, “Geometría polisentimental”, “La pequeña edad de hielo”—dedicada especialmente a México por petición de Alaska—, “Historias de amor”, “No sé qué me das”, “Retorciendo palabras”, “Dramas y comedias”. Los fans sabían que el final se acercaba, pero tampoco querían irse: el aire se llenó en recuerdo del acetato con “Ni tú ni nadie”, “A quién le importa” y “Rey del glam”, todos convertidos ya en himnos de la disidencia.
En ese punto, Alaska reapareció —esta vez vestida entera de negro con brillantes— para despedirse con un bis que fue más bien exorcismo colectivo. Fangoria no es sólo música: es genealogía, arquitectura visual, ideología y símbolo de una subcultura que sigue bailando su propia resistencia.
Al salir, un asistente lo resumió con perfección: “Aquí puedes ser rockero, darketa, anciano punk, maricón de gym, draga, lo que quieras. Estar con Fangoria es estar en un lugar seguro”.

El concierto terminó cerca de las 23:00, pero la energía permaneció flotando, como si la verdadera fiesta recién estuviera comenzando en algún otro rincón de la Ciudad de México.
Dentro de ese palacio, entre brillos, sintetizadores y miradas cómplices, Fangoria tejió algo más que un recital: celebró la supervivencia de una comunidad, la memoria de una generación y el futuro de quienes siguen bailando por la libertad.
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